viernes, 22 de octubre de 2010

LA DILIGENCIA.

La diligencia permanecía solitaria, azotada por aquella interminable tormenta de arena, perdida en lo más profundo del más profundo desierto. Ni un árbol seco, ni una extraña roca o una formación de hierbajos moribundos. Nada indicaba el lugar donde se encontraba salvo su propia existencia. La arena golpeaba sin piedad su carrocería metálica, como exigiendo la desaparición de ese elemento extraño en sus dominios.
Todo era arena y eso debía de ser.
Con inusitada furia aquella metralla siguió golpeando, incansable, la diligencia y a su solitario ocupante.

Sobre la misma, sentado a las riendas de doce nerviosos caballos, un joven soldado del ejército tiembla mientras intenta encenderse un cigarro bajo la manta con la que se cubre del virulento ataque de aquella tormenta. Cualquiera podría pensar que el joven tiene frío, nada más alejado de la realidad, el joven tiene miedo, terror. Abandonado en aquel lugar, esperando que la muerte se encarnara en las sombras errantes que ya debían acecharle, silenciosas, en el vientre de aquella tormenta. Tras seis intentos y cinco cerillas consigue encender el maltrecho cigarrillo. Tose como tantos hombres y mujeres han tosido dar su primera calada.

Tiene solo quince años y una vieja trompeta que heredó de su padre. Con ella ha despertado a su regimiento durante los últimos cinco años. Les ha dicho cuando comer, cuando acostarse.
Cuando matar y cuando morir.
Ni una vez sus superiores le han hecho tocar retirada. Si bien el joven nunca ha disparado su revólver, siente que su trompeta ha matado a muchísima gente. Aún es lo suficientemente inocente para pensar eso.
Es tan joven que el uniforme del séptimo de caballería, vestido por él, parece más bien un disfraz.

El interior de la manta se había llenado por el humo del cigarro así que la aparta levemente para que el humo se escape junto con el viento y la arena.
Aprovecha para observar con atención a su alrededor. Se protege los ojos de la ventisca mientras otea, la tormenta apenas le deja ver más allá del primer par de caballos que relinchan nerviosos delante suyo. No puede evitar imaginarse que el resto han dejado de existir, tragados por la arena. Devorados por la tormenta, erosionados por un viento que no era de ese mundo ni de ningún otro.
Ata las riendas con toda su fuerza a la base del asiento y tras esto se levanta sobre el asiento, enrollado con aquella manta, para luego saltar sobre el techo de la diligencia. Bajo sus pies, la metálica estructura –mecida por el fuerte viento- se le asemeja a la cubierta de un barco aunque jamás ha subido a uno.
Su visión ahora se limita al techo de aquel vehículo, lleno de empaques y provisiones para su largo viaje. Se siente como un naufrago sobre aquella isla de metal, totalmente rodeado de la arena del desierto.

Y es en ese momento cuando el joven, totalmente perdido y desesperado, escupe el cigarrillo y se lleva la trompeta a los labios y llama a retirada. Quién sabe, quizás aquellas notas que en su momento hubieran salvado tantas vidas ahora lo salven a él.

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